
Halloween: la noche en que los vivos se disfrazan para convivir con los muertos
De los antiguos rituales celtas del Samhain a la fiesta moderna del 31 de octubre: el viaje histórico y cultural de una celebración que trascendió fronteras.
Altares, flores y tradición: así se vive el 2 de noviembre en cada rincón del país, del Hanal Pixán maya a las noches de ánimas en Michoacán.
Mundo02 de noviembre de 2025 Mariela Castro
En un mundo donde la muerte suele vivirse con silencio y ausencia, México decidió desafiarla. Cada 2 de noviembre, el país entero se viste de color para recordar que el final no existe, que los que amamos siguen presentes, aunque ya no respiren. Durante siglos, los mexicanos aprendimos a mirar la pérdida de frente, sin miedo, transformándola en un ritual que reconcilia lo que la vida separa. Entre flores de cempasúchil, velas encendidas y aromas a copal, millones de familias levantan altares para abrir un puente simbólico hacia el más allá.


Ese día, los muertos regresan a casa. Y el país entero se detiene para recibirlos.
El Día de Muertos, reconocido por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, es mucho más que una tradición: es una declaración de amor a la memoria, una celebración colectiva que une a generaciones y a regiones enteras. Desde el norte hasta la península de Yucatán, cada rincón del país guarda su propia manera de decir: no te hemos olvidado.

El Día de Muertos es el resultado de la fusión entre los rituales prehispánicos y las festividades católicas de Todos los Santos y Fieles Difuntos.
El 1 de noviembre se recuerda a los niños —los llamados “angelitos”— y el 2 a los adultos. En las casas, los altares se llenan de flores de cempasúchil, veladoras, copal, fotografías y los platillos favoritos de quienes partieron.
No se trata de un rito de duelo, sino de encuentro: un regreso simbólico donde los muertos conviven nuevamente con los vivos, aunque sea por una noche.
Los pueblos originarios lo dicen con sabiduría: la muerte no es ausencia, es regreso. Y esa frase resume la visión de un país que convirtió el adiós en bienvenida.

En el norte de México, la celebración se mantiene más sobria, pero igual de significativa. Las familias visitan los panteones, limpian las tumbas y las adornan con flores y veladoras.
En ciudades como Monterrey, Chihuahua o Hermosillo, los altares familiares se han vuelto espacios de reunión y memoria. Aunque las raíces indígenas son menos visibles, la intención permanece: acompañar, agradecer y recordar.
En Yucatán, Campeche y Quintana Roo, el Día de Muertos se transforma en Hanal Pixán, que en lengua maya significa “comida de las ánimas”.
Las familias preparan pib, un tamal gigante cocido bajo tierra, junto con dulces de papaya, chocolate caliente y frutas de temporada. Los altares, de tres niveles, representan el cielo, la tierra y el inframundo, y se iluminan con velas y cruces de flores.
Aquí, la muerte tiene aroma a tierra húmeda y sabor a tradición. Cada platillo que se coloca en la mesa no solo alimenta el recuerdo, sino la esperanza de que, por un instante, los espíritus vuelvan a compartir el pan con los vivos.

En el Lago de Pátzcuaro y la isla de Janitzio, Michoacán celebra una de las manifestaciones más conmovedoras del Día de Muertos: la Noche de Ánimas.
Al caer la tarde del 1 de noviembre, las canoas se llenan de velas y avanzan sobre el lago iluminado, como si el agua reflejara el cielo.
Las familias purépechas velan toda la noche, entre rezos, cantos y ofrendas con pescado blanco, tamales, atole negro y flores de cempasúchil.
Allí, la frontera entre la vida y la muerte se difumina; solo queda la conexión sagrada que une a quienes se aman más allá del tiempo.

Oaxaca es sinónimo de color, arte y espiritualidad. Sus calles se llenan de comparsas, catrinas, desfiles y altares monumentales.
En los pueblos zapotecas y mixtecos, los altares siguen conservando su sentido original: cada elemento representa una ofrenda al alma que regresa.
El pan, el agua, el mezcal, las frutas y el copal son los protagonistas de una de las celebraciones más bellas del país, donde la muerte se vuelve arte y la memoria se transforma en cultura viva.

La capital del país ha logrado combinar lo ancestral con lo contemporáneo. El Desfile de Día de Muertos, instaurado desde 2016, recorre Paseo de la Reforma con catrinas, alebrijes gigantes y música tradicional.
En barrios como Mixquic o Xochimilco, la festividad conserva su esencia original: los altares familiares, los canales iluminados y el “Sendero de las Almas” son testimonio de que la tradición no muere, se renueva.

En Campeche, el Día de Muertos se vive con una fusión entre la tradición católica y los rituales mayas, donde los altares se cubren con flores, frutas, velas y rezos colectivos.
En Tabasco, la costumbre se mezcla con el calendario agrícola: los pueblos chontales ofrendan cacao, tamales y comida del campo para agradecer a sus muertos y pedir abundancia.
El 2 de noviembre en México no es un final: es el recordatorio de que el amor trasciende lo efímero.
Desde las canoas de Janitzio hasta los altares del Hanal Pixán, desde los panteones del norte hasta las calles iluminadas de la Ciudad de México, la esencia es una sola: honrar a los que ya partieron y agradecer por haberlos tenido. Porque en México, la muerte no es silencio: es un canto que regresa cada año para recordarnos que la vida continúa.

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